PAPI, HAY ALGUIEN EN MI CAMA.

Cuidar de un niño pequeño es mucho más cansado de lo que muchos creen. Cierto, no es como si un chico de cuatro años pudiera ocasionar un gran desastre en casa, por lo menos mi hijo no es de esos que parecen un bólido. Pero sí voy a admitir que uno tiene que estar al pendiente de muchas cosas «insignificantes».

Prepararle la mamila a una temperatura adecuada, comprobar que la luz de noche permanezca encendida en su habitación y que tenga una muda de ropa limpia para llevar al kinder… ese tipo de detalles. Es el tipo de asuntos de los que una madre suele ocuparse, ¿pero qué quieres que te diga? Cuando se es padre soltero, el trabajo se multiplica por dos o hasta tres.
Aún así no cambiaría mi vida por nada del mundo. Quizá nunca antes hubiera elegido criar a un niño por mi cuenta, pero una vez que un pequeño llega a tu vida, te das cuenta de que no hay manera de seguir sin él. Era lo que me había ocurrido a mí. Cuando mi pareja me abandonó, decidí que me dedicaría en cuerpo y alma a protegerlo.

Mi hijo y yo tenemos una pequeña rutina cada noche.

Cada vez que entró a arroparlo y darle las buenas noches, debo mirar debajo de la cama para asegurarme de que no haya ningún monstruo. Cosas de chiquillos, tú sabes.

Aquella noche, lo tapé con los cobertores como de costumbre y besé su frente con cariño. Tenía una taza de café esperando en la cocina y un reporte en mi laptop que debía ser entregado antes de las doce. Había sido una semana agotadora.

—Buenas noches, campeón.

—Buenas noches.

Encendí la lamparita de su mesa de noche.

—Papi —me llamó mi hijo, al ver que me dirigía hasta la puerta—, olvidaste mirar abajo de la cama.
Sonreí, cansado.

—Claro hijo, ya voy.

Me arrodillé en la alfombra y levanté las sábanas que obstruían aquel espacio secreto, dispuesto a cumplir con aquella sagrada costumbre. Ya sé que parece una tontería. Los padres hacemos todo por nuestros hijos.

Me asomé bajo la cama y me quedé paralizado. Había un cuerpecito acurrucado en ese lugar. Unos ojos castaños, iguales a los míos, me devolvieron una mirada, asustados. Mi pequeño se encontraba ahí, agazapado sobre el suelo y muy callado.

—Papi —me susurró, como si no quisiera atraer la atención de nadie más—, hay alguien en mi cama.

Me tomó un breve segundo procesar lo que estaba ocurriendo. Después de todo, parecía que si había algo que temer en esa pequeña habitación. La persona a la que había arropado no era mi hijo.

Lentamente, volví a mirar hacia arriba.

La carita de aquel pequeño, tan parecido a mi niño, se mantuvo lívida por un instante. Luego, una diminuta sonrisa se formó en sus labios, burlona y enigmática. Y el monstruo emitió una risa.

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